lunes, 25 de junio de 2007

Julio Dominguez "El Bardino"


Nació en Algarrobo del Águila el 20 de diciembre de 1933. Artista popular desde su origen, formación y desde el modo que ha elegido para expresar y reelaborar la tradición poético-musical a la que pertenece. Por eso su obra tiene acentos regionales auténticos y un tono de dignidad y de valoración de esa misma región.
Como autodidacta ha realizado grandes esfuerzos para lograr un crecimiento intelectual propio y, sobre todo, la evolución poética que manifiesta su obra. Fue socio fundador de la Asociación Pampeana de Escritores y de Coarte, primera cooperativa pampeana de trabajo artístico.
Entre sus obras se destacan: "Tríptico para el Oeste", "Canto al Bardino", "Rastro Bardino", "A Orillas de Santa Rosa", "Comarca", en tanto que otros muchos poemas aguardan, aún inéditos. Su creación trasciende el rubro "poesía" para proyectarse en la música, en los medios de comunicación y en la escuela porque "La Chilquita" y "Milonga Baya" son como banderas identificatorias de un paisaje, de un canto y están ya en la savia que alimenta nuestra pampeanidad. Su última edición es "No tan cuentos. Cuentos y relatos de La Pampa" (2004).
Falleció el 11.02.2007.

Entre nosotros*

Me contaron de paisajes
que son toda una hermosura
de montañas y llanuras
con diferentes pelajes
gente con floridos trajes
que cantan que es un primor
mas yo que nací cantor
en los pagos de Cochengo
torpemente me entretengo
con tonos de mi menor.

Tanto me ha dado la vida
que tengo hasta cuerdas nuevas
como si esto poco fuera
caminos y algún amigo
a mi pago por testigo
que alguna vez le canté
un caballo pangaré
en trescientos de las clines
le corrí a Pascual Martínez
me dio puesta y le gané.

Ni que hablar de las jarillas
que en los fogones he quemado
y de los piches asados
de El Boitano a La Puntilla
recuerdo de las tropillas
y de piales pueta afuera.
Contar penas no quisiera
para eso están los llorones
a mi, con estas canciones
se me curan las bicheras.

Cuando el tiempo haya pasado
tal vez recuerde mi nombre
el más humilde de los hombres
lleve mis versos cantando
mientras me voy alejando
me parece que soy otro
que lo mata un refucilo
y vuelvo por un estilo
a quedarme aquí, entre nosotros.

*De Guitarra marca Tango, Fondo Editorial Pampeano, (C) 2005.

domingo, 24 de junio de 2007

Juan Carlos Bustriazo Ortiz



Juan Carlos Bustriazo Ortiz nació en Santa Rosa, alrededor del año 1929. Fue policía durante algo más de una década, profesión en la que recorrió la parte desértica de La Pampa. También fue linotipista en la época heroica de los diarios en La Pampa. Después se entregó por completo a la poesía y la vida bohemia. Tiene más de setenta libros (de los que hay publicados media docena) en los que se advierte la evolución de su lenguaje desde la expresión más simple en sus "Zambas para leer y cantar" hasta las mayores experiencias del lenguaje en "Libro del Gnempin". Cantidad de compositores han puesto música a sus obras

En "La tejedora puelche" hay un juego sutil al hablar de los colores relacionándolos con los tradicionales de las matras que son, a su vez, expresiones reflejadas en forma y color de las pinturas rupestres mágico-religiosas que aparecen en los aleros de Pampa y Patagonia

El Egipcio


Este Escriba-Sentado, silencioso, hechura de obsidiana y lapislázuli, con sus piernas cruzadas ritualmente, escribe en su demótico profundo los acontecimientos de su Amor, de su Dolor talla tallando primorosamente los dolidos aconteceres de su Cuerpo y de su Alma.

Este Escriba-Sentado,

esta vez escribe para

Sí. Ha huido brevemente/ a un jardincillo conocido,

lejos del Faraón. De los ojos duros

y divinos del Faraón ha escapado unos

minutos, junto a las flores

de Palacio. Mariposas lo tocan en

sus sienes, en su cabeza bullidosa.

¿Quién vendrá a visitarlo?

¿Quiénes se allegarán a

sorprenderlo en su/ demótico profundo...

¡Silencio!

El Escriba-Sentado es Orotep, el

poeta.

(de Ciclo lila, 1984, inédito.)

ESTILO N° 8 A LA CALANDRIA

A Margarita Monges, poeta

En un paisaje de adobes
y de piedras solitarias,
debajo de cielo puelche
una calandria cantaba

(En el corazón tenía
una guitarra hechizada.)

Cuántas cosas le salían
de su sangre enamorada:
todo el canto de la tierra
le cabía en la garganta

(Que dios remoto y silvestre
le regaló tanta magia?)


Era el triste de los yuyos,
la huella de las aguadas,
era el estilo del viento,
la milonga de las bardas.

(Porque mil pájaros sabios
era la sola calandria.)


Una vez regresó el río
con pifulcas desbordadas,
y sus viejas sinfonías
me repitió la calandria.

(Era una niña de cobre
con un cacharro de lágrimas.)


Dónde andará con su canto?
De quién serán sus tonadas?
Con esta música vuelve,
pero mi voz no la alcanza.

(Se me ha vuelto la calandria
una guitarra con alas!)


Musicalizada por Délfor Sombra

LA TEJEDORA PUELCHE


Aquí viene llegando
la tejedora puelche,
la que tejía sus matras
lo mismo que su suerte.

Venía siempre al pueblo
en busca de la gente,
saliendo de la tarde
como una chilca verde.

Llegaba despacito,
subiendo desde el este,
allá, donde el río seco
se junta con la muerte.

Chamal rojizo y verde,
color que trae la suerte.
¡Ay, tejedora puelche!
tu sombra siempre vuelve.

Hoy suben de la tierra
tus raíces silvestres,
los vivos colorinches
de tus lanas alegres.

Loco el viento de junio
castiga, pardo y fuerte,
con tus matras yo tengo
la sola patria puelche.

Y aquí te dejo viva
memoria del Oeste,
derramada en mi canto
como un río ferviente.

Chamal rojizo y verde,
color que trae la suerte.
¡Ay, tejedora puelche!
tu sombra siempre vuelve.

sábado, 23 de junio de 2007

Guillermo José Herzel


Guillermo José Herzel: nació en Guatraché (LP), el 24 de marzo de 1943. Allí cursó sus estudios primarios, en la Escuela Nº 60. Hizo el secundario en el Colegio Don Bosco y la Escuela de Comercio de Bahía Blanca.

Actualmente es comerciante y un joven docente jubilado en la Enseñanza Media en su pueblo natal.

Es miembro de la Asociación Pampeana de Escritores, de la que fue presidente en los años 1993 y 1994.

Ha publicado el libro de poemas “Nosotros” y uno de homenaje y de recuerdos de Guatraché titulado “En el nombre de los padres”. Actualmente esta por publicar una nueva obra.

Guillermo es una ferviente prueba del poder de la poesía como nutriente de la libertad, los sueños y la necesidad de luchar por un merecido mundo mejor para todos.

viernes, 22 de junio de 2007

EL COLECTIVO

El colectivo recorría la pequeña ciudad.

De orilla a centro, de centro a orilla, cada día.

Era testigo de precios que suben.

De amores imposibles

de odios que no cicatrizan.

De saludes que se dañan

y hospitales que no anochecen.

Refugio de sueños

y excusa para los que se quedaron sin regreso.

Ese día se había vuelto un rodante albergue de mudos.

Todo era silencio, chofer, pasajeros...

Todo menos la radio que con voz de trueno

anunciaba con horror entre los dientes,

la decisión apocalíptica de los déspotas.

En el vano de la puerta viajaba el uniformado.

Portavoz de la infamia,

miró a cada uno

con ojos de verdugo

Como queriendo confirmar en las miradas

la clara señal del espanto.

Después, para bajar, hizo parar el colectivo.

El colectivero apagó la radio

y lo despidió con una prolongada puteada.

No había terminado la tarea

cuando cruzó el auto

que hacía flamear una inmensa bandera.

Abandonando el volante

sacó buena parte de su cuerpazo por la ventana

y gritó:

"Idiota, hasta ayer nos mataban

y ahora te vas con ellos..."

Ese hombre, agreste, interpretaba con finura

este país que somos...

Era el mediodía del 2 de abril de 1982

lunes 2 de abril de 2007 (veinticinco años después)

UNA GUITARRA


E

n la casa hay una guitarra.

Una guitarra antigua y lastimada.

Ha cantado siempre en armonía con los sueños.

Hasta imaginó, alguna vez, una canción

por Nicaragua.

Los amigos con ella se han confesado.

Los hijos, a quienes aun reclama

cuando acontecen catástrofes o milagros.

Y sigue estando la guitarra.

Extraña aquellas manos de su infancia

que sobre ella soñaron.

En mis oídos truena su reproche:

¡América intenta otra vez

recuperar a Potosí desde el espanto!

Tengo seis lágrimas,

me dice,

que se secaron una tarde en “Valle Grande”

Tengo seis lágrimas y un ojo

y esta luz que crece en el socavón de mi caja.

Tengo seis lágrimas y un ojo.

Miro a Santa Clara, a La Paz, a Cochabamba

y comienzo a imaginar otra canción

para celebrar la victoria

de todo el Sur del río Bravo

MUERTE DE BELGRANO

Nadie tendrá paz: Ni Castelli que muere durante el juicio,

ni el propio San Martín, que combate en Chile. Belgrano

muere en la pobreza y el olvido el mismo día de caos

en que Buenos Aires cambia tres gobernadores.

Osvaldo Soriano "Cuentos de los años felices"

Para Mario Figueroa


El reloj...

Debajo de la almohada...

Para usted, doctor,

aliviador de mis males,

calmante y consuelo de mi martirio.

Este hombre abandonado,

sigue escuchando el cañón,

el llamado de la sangre derramada.

Todo lo que tengo,

para usted,

que me acercó tan tiernamente

al país de la muerte.

Este abogadito hecho soldado

sueña todavía lo que el pueblo sueña,

aun en la escasez de la derrota.

Por usted, doctor, es menos triste la batalla

sobre este campo de algodones,

bajo este cielo de borrasca.

Este guerrero traicionado,

emparentado a la miseria

de los que niegan el abrazo,

va a capitular su último combate

Le falta ese sol que usted merece.

No lo tiene este generalito

en la oscuridad de su fracaso.

Este fabricante de sueños y estandartes

arma su coraje ante la última contienda.

Rendirse será menos sombrío

por usted, cántaro de agua fresca,

piedad, sombra de los nogales,

misericordia, entrega...

El reloj, doctor...

Debajo de la almohada... (2006)

LA MURALLA


U

na larga muralla construyen los gringos.

De Este a Oeste.

De disparate a hipocresía. De lo artero a la impostura.

De mar a mar repta el veneno.

Han hecho un llamamiento a los expertos:

Especialistas en saña,

diestros y pacientes estafadores,

competentes farsantes.

Todos acudieron pródigos a dejar sus modelos

a prueba de sueños y otros males.

Pondrá esta muralla

coto a la invasión de los bárbaros,

que, desde sus rústicos países y sus olores,

enarbolan reclamos y reclamos.

Habrá que ocupar en la muralla

a todos los hombres sin trabajo.

Construirla rápidamente.

Cercar Canadá cuando se concluya Méjico.

De angustia a regocijo, la muralla.

Finalmente, dos cuadrillas de bienaventurados

terminarán de cerrar el mar y el mar.

Recién entonces,

-después de invitar a que pasen

los que admiren ese paraíso,

después de dar lugar a que huyan sus agobiados-

cuando hayamos comprobado

que es imposible violentar tanto trabajo...

... recién entonces, comenzará la fiesta.

La muralla, voluntad de los hombres,

será finalmente la paz sobre la Tierra.

MARIPOSA DE FLORES


(Para Valeria)

Sometida por la moda.

Confinada entre cristales.

Víctima de humores y de horrores.

Acorralada en un laberinto de precios.

Desamparada de la gran ciudad.

La pobre mariposa cumplía

la condena de morir adentro,

como los niños que mueren

más allá de los cristales,

soñando las vidrieras.

ESE ROSTRO


Ese rostro que cruza la multitud,

lleva todos los vientos y los exilios del espanto.

Tiene formas de madera

y destino celeste de araucaria.

Sobre él han trabajado los años.

Heridas de los abuelos


que vuelven para habitarlo.

El paso es firme

y la voluntad del reclamo

pone su nombre sobre la pancarta.

Marcos me mira,

desde una remera, interrogante.

Quizá no entienda

que entre tanta palabra

esta mujer pueda concentrar su batalla

en la poesía de Roque Dalton

que con ella ha vuelto

a enarbolar la esperanza.

Ese rostro que cruza la multitud

me mira desde los ojos originarios de América

Me mira desde un mundo incendiado.

Lleva en la mirada coraje de cinco siglos,

y su reproche suena como las armas.

Ese rostro tiene el color

de las camisas pintadas.

El color de la arcilla

que, día por día, sus manos amasan.

Y vuelve a mirarme Emiliano Zapata

desde el único espacio de su pasamontañas.

También allí hay dos ojos

con todo el dolor de América postergada..

Es el momento preciso en que un médico

me golpea con su palabra para recordarme,

para recordarle a la multitud

que los tambores no suenan en vano.

Una vieja mapuche ha cruzado la calle

Su rostro y su pancarta

llevan todos los vientos y los exilios del espanto.

Los tambores, no suenan en vano...

(Neuquen. Neuqúen: Movilización de los trabajadores de la salud. (Último viernes de abril de 2005)

SOLDADITO BOLIVIANO


H

abía jurado

jamás empuñar un fusil contra su pueblo.

A la orden de hacerlo,

respondió con sus dos puños en alto.

Su sangre floreció entonces

sobre los ladrillos del cerco.

Solo el sometimiento de los corruptos

es capaz de tanto espanto.

PAMPA DEL INDIO

Aquello era darle sentido a la vida. Condimentarla. Ponerles un sol gigante a las tormentas. Ser lluvia fresca y abundante sobre la tierra reseca del Chaco.

Los médicos habían vuelto a “Pampa del Indio” después de seis meses.

Traían medicamentos y pan. Amor para curar las heridas más graves y lágrimas para estrenar con sus hermanos.

Todo eso y una foto que, medio año antes, se habían llevado en la oscuridad de una cámara, para hacerla color en Buenos Aires.

Era la foto de las dos más pequeñas, de los once hijos de Pantaleón Pelegrino.

Los atendió la madre cuando, enarbolando el trofeo, llamaron a la puerta del rancho.

Le mostraron la foto con algarabía.

Ella dijo, entonces, que la Julita (La que en la foto está en los brazos de Andrea) había muerto por picadura de víbora y la Andrea tuvo la fiebre y apenas si duró dos días.

Esa tarde en “Pampa del Indio”, a unos poquitos kilómetros de Resistencia, ya nada tuvo sentido.




Alguna vez prometieron hasta el último esfuerzo

por defender la vida de sus semejantes.

Volvían con el peso de una montaña...

Era una de miles

la historia aquella de “Pampa del Indio”

¿Cuántos niños devora el hambre

en este país de fábula y despilfarro?

¿Sobre qué espaldas deberemos cargar

el peso de esta larga historia?

¿Cuántas piedras deberán arrojarse todavía?

No hay teléfonos ni vidrios ni cajeros

que alcancen para cobrarles

una sola lágrima,

un viejo abandonado,

un niño con hambre.

Llegará el día en que los hombres ganen la altura.

Irán al mar las injusticias

o a deambular al espacio.

Entonces no habrá más piedras...

... ni un solo traidor a quien tirarle.


Desde hace seis días, unos cincuenta desalojados permanecen en el Cabildo de la ciudad de Buenos Aires

( Titular del Diario “La Arena”. Santa Rosa, miércoles 7 de diciembre de 1994.)

E

STA es la sexta noche que los anchos muros insurrectos del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires, velan el descanso y los sueños de mujeres y hombres, ancianos y niños. Cincuenta personas, después que unos cuantos desaparecieron cuando la policía llegó amenazante: “El Juez de menores se llevará a los chicos en custodia, para que no duerman en la calle.” Andarán ahora en alguna plaza cercana. No tan a la vista de todo el mundo. Porque eso sí está claro: No es por los chicos ni por los viejos la bronca de los funcionarios. Es por la gente. Por esa multitud que pasa y pasa por el lugar. Delegaciones de escolares, viajeros del interior, extranjeros, turistas, la televisión, los diarios, los curas de la catedral que correrán a contarlo a sus obispos, las Madres de Plaza de Mayo y los jubilados, como si no fuera suficiente el despelote que estos arman todas las semanas en la vereda de enfrente, también ellos para que todo el mundo se entere, y los políticos que ya andan buscando argumentos nuevos para las próximas elecciones. ¡Cómo se van a refugiar justo ahí, en el corazón de las decisiones políticas del país!

Es la sexta noche que en la galería del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires, intentan refugiarse y descansar, albergar sus sueños y sus esperanzas, cincuenta desalojados, sobre el final de la primavera y el principio de una bronca que crece a cada segundo, multiplicada por el silencio oficial, los carros de asalto y la policía.

Nadie advirtió en las cinco noches anteriores esa luz encendida sobre el filo de la madrugada, en la segunda puerta que abre el interior del edificio al fresco reparo de la galería del primer piso.

La descubrió Angélica.

Llegada desde Tucumán hace menos de un año, no dejó que la ciudad le atrofie su capacidad de distinguir una suave luz en la oscuridad de la noche.

El Cabildo está cerrado, pensó. ¿Quién ha encendido esa luz, entonces?

Los dos pequeños dormían acurrucados debajo de una campera, contra la histórica pared que sostuvo la Revolución de Mayo.

Entonces se decidió. Sabía que desde el patio se puede ingresar por una puerta cerrada sólo con una cadena atada con alambre.

Entró tratando de no hacer ruido. Todo era oscuridad. A tientas y muy lentamente, llegó a una escalera que supuestamente la llevaría hasta la puerta de entrada.

Subió. No veía nada. Uno, dos, tres escalones más y apareció una fina línea luminosa por encima de su mirada. Era sin duda la puerta esperada, el lugar que buscaba. Faltarían cinco o seis escalones más. Con todo cuidado siguió subiendo hasta que sus zapatillas se iluminaron al pie de la madera que ahora la separaba del misterio y le exigía a su corazón un ritmo desenfrenado.

Recordó todo en ese instante: El viaje desde Tucumán hacia la esperanza del trabajo y la casa, los días que pasó en aquel depósito que los compañeros habían descubierto y tomado, antes de su llegada. La voluntad de todos de luchar por un techo, un amparo capaz de contener sueños y broncas, de ofrecerse al descubrimiento de los pequeños que andan asumiendo la vida, sin la simple compañía de un pájaro, sin la sombra y la ternura de un árbol.

Recordó el desalojo, cuando llegó el empleado de la Justicia con tantos policías. La intención de resistir y la inmediata sensación de derrota ante el despliegue impresionante de armamento y efectivos.

Recordó milímetro a milímetro, todo lo ocurrido desde aquella tarde, cuando en su remoto pueblito tucumano decidió medir suerte en Buenos Aires.

Ahora estaba allí, en una situación que jamás hubiese imaginado, llevada simplemente por una curiosidad que ahora, frente a la luz que escapaba por debajo de la puerta, parecía desmedida para alguien que anda queriendo resolver algo tan elemental como la necesidad de una simple vivienda donde, al calor de sus paredes, recuperar el sentido de la vida.

Ya antes de llegar a la puerta le pareció escuchar que hablaban. Eran voces que crecían a medida que se acercaba. En un momento se encontró con el frío bronce de un pomo de generosas dimensiones con el que, seguramente, se abría la puerta. La línea de luz se prolongó a todo el margen izquierdo del marco y comenzó a crecer, permitiéndole hacer un primer balance de lo que allí estaba ocurriendo: Un importante grupo de gente ocupaba altas y finas sillas tapizadas, colocadas en torno a una mesa de grandes dimensiones. Vestían buenas ropas, formales y antiguas. Otra gente, de pie, completaba la capacidad del recinto y participaba, asintiendo o protestando lo que debatían quienes estaban sentados.

La vista de Angélica volvió a la mesa. Allí vio algunas caras que le eran familiares.

De dónde?

Quién era, por ejemplo, ese hombre que hablaba agitando sus brazos con ademanes que reforzaban lo que decía?

Dónde lo había visto antes? En su pueblito de Tucumán? (Aunque esa ropa...) Lo habría visto en el tren?

Pero los que están sentados a su lado, a izquierda y derecha, también le resultaban conocidos.

Quizá compañeros del depósito donde vivió casi medio año, hasta el desalojo?

Pasó revista, uno por uno, a todos los presentes.

Alcanzó a ver una larga hilera de fotografías, enmarcadas y colgadas en una de las paredes laterales. Allí encontró la respuesta a la incertidumbre de aquellos rostros familiares y desconocidos, tan especiales y tan anónimos a la vez.

Muchas de las caras sentadas en torno de la gran mesa están decorando esa sala del cabildo de la ciudad de Buenos Aires. Al pie de cada retrato y con grandes letras, están escritos sus respectivos nombres y apellidos.

Angélica va y viene con sus ojos. Busca la fotografía que corresponde a cada uno y regresa a ella por su identidad.

Aquellos que está hablando -ya no quedan dudas- son Moreno, Paso, Belgrano, Castelli...

Hablan de cosas que tienen que ver con los compañeros que duermen abajo. Y con ella misma:

Que hay que cortar las cadenas que nos atan al imperio. Que hay que fomentar la industria para crear puestos de trabajo. Que hay que gobernar para las mayorías populares y desarrollar un verdadero sentido de país. Que a ningún vecino le debe faltar trabajo ni escuela ni hospital ni vivienda. Y que, para lograr todas estas cosas y muchas otras que necesita la gente, ya no se puede negociar . Que el único camino es desconocer la autoridad del Virrey, agente del imperio en estas tierras, anular toda injerencia extranjera y desarrollar una profunda revolución.

En los ventanales del frente, el cielo claro comienza a parecerse al río. Desde las remotas profundidades del horizonte vuelve la luz sobre Buenos Aires. Los moradores de la galería, abajo, abandonan sus improvisados lechos. Doblan alguna frazada o abrigo y conversan en una rueda que crece:

Que cuántos se han quedado anoche, que otra vez somos cincuenta, que a los chicos no se los lleva nadie... y la rueda crece...Pronto bajará Angélica con los proyectos que aún discute con los señores del primer piso, entre los muros insurrectos del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires.

UN EPISODIO DE LA GESTA EMANCIPADORA


S

ucedió en la Venezuela del siglo XXI, aunque parezca un episodio de la remota gesta emancipadora.

Los empleados y gerentes del imperio habían tomado prisionero al presidente Chávez.

Rodríguez, apenas un poco más que un soldadito, hacía la guardia, junto a la puerta de la oficina-calabozo.

Cuando pudo asomarse, en voz muy baja, preguntó por la renuncia del mandatario que, a esa hora, la prensa traidora, anunciaba a los cuatro rumbos del planeta.

“No he renunciado ni voy a renunciar...”, le dijo Chávez.

“Entonces, permítame que me cuadre, señor, porque usted sigue siendo mi presidente...”

Rodríguez, apenas un poco más que un soldadito, le pidió que le escribiera un papel y lo dejara en el cesto de la oficina, de donde él lo recogería más tarde.

Cuando el pueblo de Venezuela recuperaba, en las calles, su intento de democracia, llevaba en las manos, infinidad de esos papelitos que decían:

“Yo, Hugo Chávez, presidente legítimo de la República Bolivariana de Venezuela, no he renunciado ni renunciaré...”

Quizá muchos de aquellos venezolanos que sueñan con un país diferente, nunca sepan que sus fotocopias estrujadas por una rara mezcla de bronca y emociones, evitaron otra mancha a la traicionada historia de Latinoamérica y, mucho menos, que gracias al lealtad de Rodríguez, apenas un poco más que un soldadito, salvaron la vida del presidente.