Aquello era darle sentido a la vida. Condimentarla. Ponerles un sol gigante a las tormentas. Ser lluvia fresca y abundante sobre la tierra reseca del Chaco.
Los médicos habían vuelto a “Pampa del Indio” después de seis meses.
Traían medicamentos y pan. Amor para curar las heridas más graves y lágrimas para estrenar con sus hermanos.
Todo eso y una foto que, medio año antes, se habían llevado en la oscuridad de una cámara, para hacerla color en Buenos Aires.
Era la foto de las dos más pequeñas, de los once hijos de Pantaleón Pelegrino.
Los atendió la madre cuando, enarbolando el trofeo, llamaron a la puerta del rancho.
Le mostraron la foto con algarabía.
Ella dijo, entonces, que
Esa tarde en “Pampa del Indio”, a unos poquitos kilómetros de Resistencia, ya nada tuvo sentido.
Alguna vez prometieron hasta el último esfuerzo
por defender la vida de sus semejantes.
Volvían con el peso de una montaña...
Era una de miles
la historia aquella de “Pampa del Indio”
¿Cuántos niños devora el hambre
en este país de fábula y despilfarro?
¿Sobre qué espaldas deberemos cargar
el peso de esta larga historia?
¿Cuántas piedras deberán arrojarse todavía?
No hay teléfonos ni vidrios ni cajeros
que alcancen para cobrarles
una sola lágrima,
un viejo abandonado,
un niño con hambre.
Llegará el día en que los hombres ganen la altura.
Irán al mar las injusticias
o a deambular al espacio.
Entonces no habrá más piedras...
... ni un solo traidor a quien tirarle.
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