viernes, 22 de junio de 2007

Desde hace seis días, unos cincuenta desalojados permanecen en el Cabildo de la ciudad de Buenos Aires

( Titular del Diario “La Arena”. Santa Rosa, miércoles 7 de diciembre de 1994.)

E

STA es la sexta noche que los anchos muros insurrectos del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires, velan el descanso y los sueños de mujeres y hombres, ancianos y niños. Cincuenta personas, después que unos cuantos desaparecieron cuando la policía llegó amenazante: “El Juez de menores se llevará a los chicos en custodia, para que no duerman en la calle.” Andarán ahora en alguna plaza cercana. No tan a la vista de todo el mundo. Porque eso sí está claro: No es por los chicos ni por los viejos la bronca de los funcionarios. Es por la gente. Por esa multitud que pasa y pasa por el lugar. Delegaciones de escolares, viajeros del interior, extranjeros, turistas, la televisión, los diarios, los curas de la catedral que correrán a contarlo a sus obispos, las Madres de Plaza de Mayo y los jubilados, como si no fuera suficiente el despelote que estos arman todas las semanas en la vereda de enfrente, también ellos para que todo el mundo se entere, y los políticos que ya andan buscando argumentos nuevos para las próximas elecciones. ¡Cómo se van a refugiar justo ahí, en el corazón de las decisiones políticas del país!

Es la sexta noche que en la galería del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires, intentan refugiarse y descansar, albergar sus sueños y sus esperanzas, cincuenta desalojados, sobre el final de la primavera y el principio de una bronca que crece a cada segundo, multiplicada por el silencio oficial, los carros de asalto y la policía.

Nadie advirtió en las cinco noches anteriores esa luz encendida sobre el filo de la madrugada, en la segunda puerta que abre el interior del edificio al fresco reparo de la galería del primer piso.

La descubrió Angélica.

Llegada desde Tucumán hace menos de un año, no dejó que la ciudad le atrofie su capacidad de distinguir una suave luz en la oscuridad de la noche.

El Cabildo está cerrado, pensó. ¿Quién ha encendido esa luz, entonces?

Los dos pequeños dormían acurrucados debajo de una campera, contra la histórica pared que sostuvo la Revolución de Mayo.

Entonces se decidió. Sabía que desde el patio se puede ingresar por una puerta cerrada sólo con una cadena atada con alambre.

Entró tratando de no hacer ruido. Todo era oscuridad. A tientas y muy lentamente, llegó a una escalera que supuestamente la llevaría hasta la puerta de entrada.

Subió. No veía nada. Uno, dos, tres escalones más y apareció una fina línea luminosa por encima de su mirada. Era sin duda la puerta esperada, el lugar que buscaba. Faltarían cinco o seis escalones más. Con todo cuidado siguió subiendo hasta que sus zapatillas se iluminaron al pie de la madera que ahora la separaba del misterio y le exigía a su corazón un ritmo desenfrenado.

Recordó todo en ese instante: El viaje desde Tucumán hacia la esperanza del trabajo y la casa, los días que pasó en aquel depósito que los compañeros habían descubierto y tomado, antes de su llegada. La voluntad de todos de luchar por un techo, un amparo capaz de contener sueños y broncas, de ofrecerse al descubrimiento de los pequeños que andan asumiendo la vida, sin la simple compañía de un pájaro, sin la sombra y la ternura de un árbol.

Recordó el desalojo, cuando llegó el empleado de la Justicia con tantos policías. La intención de resistir y la inmediata sensación de derrota ante el despliegue impresionante de armamento y efectivos.

Recordó milímetro a milímetro, todo lo ocurrido desde aquella tarde, cuando en su remoto pueblito tucumano decidió medir suerte en Buenos Aires.

Ahora estaba allí, en una situación que jamás hubiese imaginado, llevada simplemente por una curiosidad que ahora, frente a la luz que escapaba por debajo de la puerta, parecía desmedida para alguien que anda queriendo resolver algo tan elemental como la necesidad de una simple vivienda donde, al calor de sus paredes, recuperar el sentido de la vida.

Ya antes de llegar a la puerta le pareció escuchar que hablaban. Eran voces que crecían a medida que se acercaba. En un momento se encontró con el frío bronce de un pomo de generosas dimensiones con el que, seguramente, se abría la puerta. La línea de luz se prolongó a todo el margen izquierdo del marco y comenzó a crecer, permitiéndole hacer un primer balance de lo que allí estaba ocurriendo: Un importante grupo de gente ocupaba altas y finas sillas tapizadas, colocadas en torno a una mesa de grandes dimensiones. Vestían buenas ropas, formales y antiguas. Otra gente, de pie, completaba la capacidad del recinto y participaba, asintiendo o protestando lo que debatían quienes estaban sentados.

La vista de Angélica volvió a la mesa. Allí vio algunas caras que le eran familiares.

De dónde?

Quién era, por ejemplo, ese hombre que hablaba agitando sus brazos con ademanes que reforzaban lo que decía?

Dónde lo había visto antes? En su pueblito de Tucumán? (Aunque esa ropa...) Lo habría visto en el tren?

Pero los que están sentados a su lado, a izquierda y derecha, también le resultaban conocidos.

Quizá compañeros del depósito donde vivió casi medio año, hasta el desalojo?

Pasó revista, uno por uno, a todos los presentes.

Alcanzó a ver una larga hilera de fotografías, enmarcadas y colgadas en una de las paredes laterales. Allí encontró la respuesta a la incertidumbre de aquellos rostros familiares y desconocidos, tan especiales y tan anónimos a la vez.

Muchas de las caras sentadas en torno de la gran mesa están decorando esa sala del cabildo de la ciudad de Buenos Aires. Al pie de cada retrato y con grandes letras, están escritos sus respectivos nombres y apellidos.

Angélica va y viene con sus ojos. Busca la fotografía que corresponde a cada uno y regresa a ella por su identidad.

Aquellos que está hablando -ya no quedan dudas- son Moreno, Paso, Belgrano, Castelli...

Hablan de cosas que tienen que ver con los compañeros que duermen abajo. Y con ella misma:

Que hay que cortar las cadenas que nos atan al imperio. Que hay que fomentar la industria para crear puestos de trabajo. Que hay que gobernar para las mayorías populares y desarrollar un verdadero sentido de país. Que a ningún vecino le debe faltar trabajo ni escuela ni hospital ni vivienda. Y que, para lograr todas estas cosas y muchas otras que necesita la gente, ya no se puede negociar . Que el único camino es desconocer la autoridad del Virrey, agente del imperio en estas tierras, anular toda injerencia extranjera y desarrollar una profunda revolución.

En los ventanales del frente, el cielo claro comienza a parecerse al río. Desde las remotas profundidades del horizonte vuelve la luz sobre Buenos Aires. Los moradores de la galería, abajo, abandonan sus improvisados lechos. Doblan alguna frazada o abrigo y conversan en una rueda que crece:

Que cuántos se han quedado anoche, que otra vez somos cincuenta, que a los chicos no se los lleva nadie... y la rueda crece...Pronto bajará Angélica con los proyectos que aún discute con los señores del primer piso, entre los muros insurrectos del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires.

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